Quizá te enamoraste pronto del “chofff” cuando el balón cae por la red… o fue porque no todos tus amigos están en casa jugando al Fortnite. No sé el motivo, pero a tus ocho años te aventuras a probar en esto del baloncesto.

Y ahí estás, en una infinita fila en la línea de fondo, esperando tu momento de actuar. En una de esas filas donde hay más petacas que botes de balón, un espacio donde se fomenta la desatención y el aburrimiento, y que tan poco aporta a la formación. Y aunque sea algo tantas veces repetido a evitar, continúa siendo parte existencial en los entrenamientos. Porque si algo destaca cuando entras en un polideportivo y ves un equipo de formación entrenar es gente parada en “filas”.

Sería bonito entrar en un colegio y ver niños corriendo, jugando, riendo y chillando de la emoción. Pero la realidad es que suelen estar la mayoría parados, y si hay alguien que chilla es el entrenador, y no precisamente de emoción.

Pero la ilusión por probar nuevas habilidades, y la alegría de formar parte de un nuevo grupo, está muy por encima de este o cualquier otro aspecto metodológico. “¡Mejor estar haciendo deporte que encerrado en casa!”, dirán tus papás, quienes acordaron un compromiso de asistencia en papel mojado, dependiente de cumpleaños, actividades extraescolares y de fin de semana.

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Estos chicos pequeñitos demuestran ser muy grandes y son capaces de disfrutar con cualquier actividad, sea con un balón de por medio o no. Felices con cualquier tarea, aunque esta sea jugar al escondite, dar vueltas al campo sin balón mientras el entrenador es quien lanza a canasta, o divertirse, aunque el entrenamiento empiece diez minutos tarde. No es un problema entrenar en la calle, a pesar de los días de frío o lluvia. Que también los hay y pueden llevar a suspender el entreno… otra vez. Tampoco existirá reparo en que el entrenador se dedique a wasapear mientras vosotros jugáis, o que os tenga medio entrenamiento sin tirar a canasta.

Todo es felicidad, alegría y diversión hasta el día que comienza la competición. Hora de vestirse la nueva camiseta, que observas como el mayor de los tesoros. Los nervios del primer partido se tornan en frustración al comprobar que los rivales son muy superiores y no sois capaces de acercaros a canasta. Será que el otro equipo era muy bueno. ¡Ya iréis mejorando! Pero la situación se repite cada fin de semana y la ilusión de los primeros días va tornando en un “¡es que no hacen nada!”.

Enseguida te das cuenta que dar un pase queda lejos de ser un juego, si acaso te sumerge en un juego pero de escape. Suele entenderse entrenar el pase como un dar y devolver la pelota, sin defensores. No tiene nada que ver con eso, solo es una letra “a” en un largo abecedario. Gracias a ejercicios contra la pared o a pasar el balón a quien está en frente, no recoges la información necesaria para entender el momento del pase (timing lo llamarán más adelante), el espacio a donde debe ir o la fuerza con que arrojarlo (es lo que aún eres capaz de hacer).

Descubres pronto que las largas filas no han enriquecido tu puntería. El tacto y familiaridad con el balón no se consiguen por acudir fielmente a tus horas de entrenamiento. Ese cono que esquivas en los entrenos poco tiene que ver con quien te defiende el fin de semana. Comienza el miedo a actuar, y tener que botar bajo presión es casi como jugar a otro deporte. El abuso de situaciones entrenadas sin oposición suele derivar en una falta de inventiva, de toma de decisiones y de parálisis cuando el que te defiende ya no es un objeto. La velocidad mental necesaria es una de las tareas más difíciles de enseñar y aprender, y no se adquiere cuando en toda la semana nadie te ha intentado robar el balón o se ha puesto delante de ti a molestar.

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Has repetido una y otra vez las entradas, siempre a 45 grados, como si no hubiera más zonas del campo por donde se puede entrar. No parece tan complicado cuando no hay nadie alrededor. Pero esta es una situación espacial muy diferente a la que encuentras en los partidos. Porque hasta a LeBron James le ofrecen más sitio para atacar. No es fácil salir del laberinto de jugadores que se forma en unas edades en las que los jugadores, imantados por el balón, aparecen todos en el mismo metro cuadrado. Jugar con el espacio reducido al máximo no es una tarea sencilla. Ni siquiera esto lo resuelve un compañero, a quien le han ordenado no moverse de la zona. Le han llamado pívot y le han dicho que no salga de ahí.

Intentas ayudarte del paso cero, parte que sorprende ya que parece innata en tu juego, aunque en ocasiones te salgan más apoyos de los debidos. A diferencia de quienes ya fueron instruidos en botar antes de mover el pie de pivote, estos valientes son capaces de realizarlo con aparente facilidad.

Sin unos mínimos a nivel técnico y un cuidado máximo por parte de los responsables, estas edades pueden convertirse en una fuente de frustración. Alguno lo resolverá fácil diciendo “¡que jueguen y hagan amigos, para eso son estas edades!”, pero es mucho más que eso, mucho más que mirar a otro lado y olvidar el compromiso de poner los cimientos para crear nuevos apasionados en este deporte.

La temporada va transcurriendo y continúas siendo el niño dispuesto a escuchar y aprender.  Almacenando experiencias, mirando adelante. Desubicado en la pista, pero voluntarioso. Tratando de romper el enigma de este deporte. No ayuda a ello competir con una normativa volátil. Aun existiendo unas reglas de competición claras y escritas, es común que un día juegues con línea de tres, pero otros no, un día puedes hacer zona, a diferencia de ese otro colegio donde no. Una semana tendrás que sacar el balón de la zona antes de atacar, pero otro día será del triple… un contexto que suele repetirse y que poco ayuda a romper el desconcierto.

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La evolución lograda durante los meses no ha sido la esperada, tampoco ha ayudado el tiempo de entrenamiento utilizado, casi siempre insuficiente. Es una paradoja las horas de dedicación, no solo personas mayores hacen más horas de actividad, también otros niños de tu edad, relacionados con deportes individuales, pueden triplicar tus horas de formación.  Así que cuando llegas al último partido de la temporada no difiere del resto. Los marcadores no son computados, pero las sensaciones no se pueden esconder. Aunque muchos días has acabado diciendo que habéis ganado, en realidad han sido pocos los que habéis podido competir. El desnivel entre equipos y jugar contra niños de un año más no ha ayudado a mejorar esta situación. Llegar al último día ha sido casi un alivio. En la grada, como en otros partidos, se puede escuchar a los padres: “corre, pásale a ese, pasos, tira… ¡pero es que no lo ves!”. Cuando vuelves a sentarte en el banco, se te ha borrado la sonrisa infinita que te ha acompañado durante el año. Sientes que tus esfuerzos no han servido para avanzar lo que debieras y que en el recreo lo estás pasando mejor jugando con tus compañeros a otras cosas. Hastiado de perder y de encajar canastas, decides no volver al campo cuando lo requiere tu entrenador. “¡Ya ha sido suficiente!”

Pero esto no lo va a compartir papá, que al final del encuentro puede ser oído a distancia recriminando tu actitud. Masticas por dentro la dureza del momento, hasta que rompes a llorar justo en el momento que os van a repartir unas medallas como participantes de la liga. No es la cara con la que quieres salir y tampoco entiendes el momento. Así que, entre miradas extrañas de familiares, sales corriendo, te ausentas y, sin medalla al cuello, buscas una vez más la puerta de este laberinto.

Y así, finalizas la temporada de estreno en este deporte e inicias los días en los que decidir si continuar otro año más… Cualquier medida que se pueda tomar por parte de los diferentes responsables en este tipo de situaciones será de una gran utilidad y mejorará las probabilidades de que no solo el viaje sea mejor, sino también lo sea el destino.


Autor: Iñaki Merino
Entrenador de Baloncesto